lunes, 25 de abril de 2011

UNA EXPERIENCIA DE VIDA

Durante los días 7 al 21 del pasado mes de Marzo he permanecido en el Quiché de Guatemala con el propósito de visitar, de modo preferente, los lugares en que mi hermano Juan Alonso realizó su labor misionera entre las etnias mayas, desde su llegada en 1960 hasta su muerte martirial en febrero de 1981, coincidiendo con la situación dramática que vivía el país en aquellos años convulsos. En este breve periodo de tiempo he tenido encuentros muy emotivos y he podido vivir momentos de honda intensidad, que fueron configurando una experiencia íntima inolvidable. A mi lado estuvieron siempre, guiándome por la geografía de la zona y asesorándome sobre los acontecimientos, los sacerdotes asturianos José Antonio Alvarez y Cesar Rodríguez, que trabajaron muy próximos a Juan, en parroquias de la misma diócesis.

Recuerdo de forma muy particular la secuencia rapidísima de imágenes, evocaciones y vivencias que pasaron por mi mente y los sentimientos contrapuestos –pena profunda y exaltación gozosa- que se agolparon en mi interior durante los minutos que permanecí silencioso en el lugar mismo en que él fue ametrallado, después de haber sido torturado física y moralmente por los soldados, pocos días antes de ese desenlace. Juan había decidido seguir trabajando en el Quiché, consciente del riesgo de asumía, después de haber sido asesinados con vileza dos compañeros de su Congregación, los padres José María Gran y Faustino Villanueva. En cualquier caso, su opción a favor de las comunidades mayas, acosadas y masacradas, era ya irreversible, y así lo manifestado en su última carta a la familia “por miedo, jamás negaré mi presencia entre estas gentes”. No sospechaba yo que, al alejarme del lugar en que se consumó su sacrificio, me iba a sentir invadido por una íntima sensación de sosiego, que todavía ahora me acompaña.

Otra vivencia personal indeleble consistió en comprobar hasta qué punto sigue vivo el recuerdo de Juan en la mente y el corazón de los indígenas de Lancetillo. Es una pequeña aldea que se formó lentamente en torno a la Iglesia, que él construyó en los años sesenta, juntamente con otras edificaciones, que tenían finalidades diversas (vivienda, dispensario, escuela, lugar de encuentro). Al comienzo de la celebración eucarística escuché conmovido el canto compuesto en su honor algunos años antes y cuya traducción hizo en su momento el Padre Carbonell. Lo interpretaba un coro acompañado por la marimba y a lo largo de sus estrofas se repite la expresión “Vos, San Juan Alonso”. Con palabras muy sencillas van desvelando la percepción que tenían todavía de sus enseñanzas (“cuando estábamos en la oscuridad, Vos nos iluminaste”), de su trabajo tenaz (“hasta el agotamiento Vos te afanaste”), y de la ofrenda final de su vida (“Vos regaste esta tierra con su sangre”). Al final de la Misa un grupo grande de personas se acercaron para darme un abrazo de bienvenida. Un indígena anciano llamado Juan Andrés, que había trabajado con él como albañil, me miró fijamente y me dijo: “Juan Alonso era su hermano, pero también lo ha sido de todos nosotros y lo sentimos aquí presente”, mientras señalaba con su mano el altar en que está sepultado. En ningún momento faltan allí velas encendidas y flores.

Las últimas palabras que comentamos invitan a vivir despiertos y unidos “por la sangre que se derramó en nuestra tierra”. Es un homenaje a todas aquellas personas sacerdotes, catequistas, estudiantes, campesinos- que estuvieron a su lado en los años más dramáticos de su historia reciente y les hicieron el don de su vida. Gracias a su presencia solidaria y a su labor inteligente de asesoramiento y animación, los habitantes de las pequeñas aldeas y de localidades más pobladas, que vivían una situación inhumana, pudieron despertar de su letargo y postración. Lentamente fueron pasando de la pasividad sumisa y el abatimiento a la decisión de dejar oír su voz y de la protesta aislada a la acción popular organizada en defensa de sus derechos y del futuro de los suyos.


No era posible viajar por el Quiché sin recordar con emoción estos hechos. Porque aquí se vivieron tal vez los episodios más siniestros durante los gobiernos militares, que oprimieron despóticamente al país: masacres, torturas, desapariciones de personas, expolios de bienes y tierras, violencia represiva incontrolada y terror institucional. Por eso, no es extraño, que las personas mayores, que fueron testigos o víctimas de esos acontecimientos, sean sobrias en sus comentarios y prefieran expresar sus sentimientos con gestos expresivos, silencios respetuosos, miradas de gran viveza, que parecen transmitir al que les escucha secretas confidencias.

Aunque mi estancia en el Quiché fue pensada más como visita de peregrino, que como gira turística, en la experiencia vivida en estos días se integran necesariamente elementos del entorno físico, social y cultural por el que discurrió el viaje. Por un lado, paisajes de increíble belleza, volcanes majestuosos, lagos de ensueño, monumentos artísticos antiquísimos; por otra parte, realidades más próximas a la vida cotidiana: mercados muy concurridos, artesanías típicas y una gama variadísima de vestidos, calzados y adornos, que desvelan modos de relacionarse entre sí, de mantener las tradiciones y de fomentar la creatividad de los jóvenes.

Ojalá que las nuevas generaciones, aleccionadas por el pasado, sepan responder afirmativamente a la llamada que sigue haciendo al pueblo maya su libro más emblemático, el Popol-Vuh:

QUE TODOS MARCHEN UNIDOS,
QUE NO FALTE NI UNO
NI DOS DE NOSOTROS,
QUE NINGUNO SE QUEDA ATRÁS
DE LOS DEMÁS.



Arcadio Alonso