miércoles, 30 de octubre de 2013

2ª CARTA DIACONOS DESDE BENIN


Buenos días a todos, familiares y amigos. Sé que os gusta más recibir correos personalizados, pero como en Bembéréké aún no tenemos internet, me he venido a la misión que tiene Logroño a una hora de la nuestra, para poder escribiros unas líneas en el poco tiempo que tengo para ello. Aquí la electricidad dura muy poco, así que esperemos que lo termine pronto.
La verdad es que no sé ni cómo ni por dónde empezar. Uno quiere quedarse con tantas cosas para contar, tantas experiencias, tantos rostros, tantos sentimientos...pero a estas alturas he asumido que es más que imposible. Cada día es una aventura distinta, para la que no siempre estás preparado. Esto no es como me había imaginado, qué va, ha superado todas mis expectativas.
Desde el primer momento que pisé suelo africano me he sentido familiarmente acogido. La gente es muy hospitalaria, tanto que a veces sobrecoge. Aquí el saludo es todo un ritual, y dependiendo de quién te salude hay que hacer una cosa u otra. Quisiera describirlo, pero no quiero extenderme más de lo que suelo hacer, pero sólo un detalle, cuando mi compañero de diaconado, Juanjo, y yo, nos presentamos, la gente no hace otra cosa que reírse, pues no saben pronunciar la "j". Así que para muchos Juanjo es Uanho y yo soy ehhhhhh...., bueno, Ano. Un día, uno de los misioneros de Logroño les explicó que en España Ano era otra cosa y vinieron corriendo a pedirme perdón, riéndose sin parar, claro. En fin, no sé cómo será el resto de África, pero Benín me parece el país de la eterna sonrisa.
Durante las tres primeras semanas hemos estado acompañados por el Delegado de Misiones, Pedro Tardón, que nos ha llevado a visitar hospitales, casas, mercados variados, aldeas, centros de religiosas, colegios, internados, y demás. Él nos ha adentrado en la vida y costumbres de estas gentes, que tanto lugar están ocupando en mi corazón. Con Alejandro, el misionero asturiano responsable de la misión en la que nos alojamos estos meses, en Bembéréké, aprendemos sobre todo cómo se trabaja en la misión, cómo se "pastorea" y se va haciendo comunidad, cómo se van resolviendo los distintos y variados problemas que traen las personas que se acercan...
Iré preparando otros correos en los que contaré más detalles, pero hoy quería quedarme con uno de los que más me llamó la atención desde el principio, y es el trato que tienen las madres africanas con sus hijos pequeños. Desde que vienen al mundo, las madres se los colocan a su espalda, sujetados simplemente con un trozo de tela que recogen en la cintura, sin ningún tipo de lazada; es todo un arte observar cómo lo hacen. Es muy habitual ver hileras de mujeres que se dirigen a los mercados cargando sus enormes cacerolas en la cabeza llenas de mil productos distintos (piedras, chanclas, comidas, ramas y ramas para leña, litros de agua, sacos de ropa...) y a sus bebés a la espalda. También las ves realizando todo tipo de trabajos sin atender aparentemente a sus hijos. Sacan el agua de los pozos; preparan el iñám pilé (seguro que no se escribe así, pero fonéticamente es como suena), en unos grandes morteros, que machacan entre una, dos o tres mujeres a a la vez, con grandes mazas, a un ritmo casi llitúrgico. Se queda como una especie de masa, con sabor a puré de nada, que se come con los dedos (de la mano derecha) y que se moja en salsa para que tenga sabor. Pican piedras con mazos, ellas y sus hijos mayores de 4 años; lavan la ropa en un barreño...vamos, atienden mil y una historias y sus pequeños parecen ser los olvidados del cuento. Cuando se despiertan se ponen a llorar, y sus madres dejan lo que estaban haciendo, se sientan, y en un solo movimiento con el brazo acercan al bebé rodeando la cintura, se levantan la camiseta y les dan el pecho. Y al terminar regresan a la actividad anterior.
Durante los primeros días me quedé con la idea de que estos pequeños vivían en permanente soledad. Cómo son las cosas, ¿verdad? Aquí aprendí que vemos y vivimos la realidad según cómo esté nuestro corazón, y el mío también se sintió un poco solo, por aquel entonces. Poco a poco me fui haciendo con el lugar, con las costumbres...con todo menos con el idioma (francés, baribá, pehl...ufff), al final no hay nada como la lengua de signos, jajaja, qué desastre. Y entonces comencé a "ver" lo especiales que son estas madres. Les dan el pecho hasta los dos años; no hay actividad más importante que el cuidado de su bebé, por eso, cuando éste llora, se deja todo y se le atiende. Cuando caminan al borde de la carretera, en dirección a los mercados, con una mano sujetan las enormes cacerolas que llevan a la cabeza, y con la otra van dando pequeñas palmaditas al bebé en el culete, como para decirles: "no te preocupes, estoy contigo". Y mientras les dan el pecho les van acariciando el moflete mientras les susurran las primeras oraciones o bellísimas nanas, y escuchan por primera vez su nombre en labios de la persona a la que más quieren, su madre.
Os reiréis, pero así me siento yo con el Señor. Es Dios mismo el que me ha tomado consigo y me lleva a todas partes, sujeto a la espalda. Sabe que no puedo comunicarme, que no sé hablar, pero me hace presente en todos los lugares y me muestra a todo el que se acerca. Si siento soledad Él acerca su mano y me da pequeños golpecitos que me hacen sentir que a pesar de todo está siempre ahí. Y cuando ve que es oportuno me pone a su regazo y me habla en una lengua que cada vez me resulta más familiar. Con ella me canta y me enseña a rezar, y también, por primera vez, escucho mi nombre en sus labios.
Es mi Padre, que aquí, en su omnipotencia e infinita misericordia, se hace Madre. Sí, tenéis razón, puede que sea una tontería, una ñoñería de Jano, pero aquí se "ve" a Dios de una manera muy intensa en todos los acontecimientos del día. Aquí el sol sale porque Dios así lo quiere, así es la fe de esta gente.
Y es que aquí la fe se hace vida y el Evangelio carne, pues se convierte en presencia a través de los rostros y acontecimientos con los que nos encontramos en la misión.
Me acuerdo mucho de todos vosotros, de mis padres, de mis hermanos, de mis cuñados y sobrinos, de mis amigas y amigos, de mis hermanos del seminario, de mis monjitas, de mis parroquianos, del grupo de Caritas... Recuerdo especialmente cuando me decíais que pediríais por nosotros para que tuviéramos suerte en Benín; grabada tengo especialmente la bendición de mi Director Espiritual, que aunque me signaras en la frente, se quedó escrita a fuego en mi corazón. Y recuedo con especial cariño la petición constante que hacía un gran amigo cuando celebraba sus misas de que me dejara evangelizar y transformar por estas gentes. Pues os tengo que decir que vuestras oraciones y peticiones han dado y siguen dando su fruto. El resultado de todas ellas es que soy feliz, muy feliz. Vivo un regalo totalmente inmerecido, que no hace más que demostrarme que el Señor nos ama, aquí y allá, ahora y siempre, en todo y a todos. Estoy seguro que nuestro arzobispo no buscaba que los diáconos pasáramos simplemente por Benín para que viviéramos una experiencia impactante, o un largo viaje de fin de curso, sino que Benín pasara realmente por nosotros y nos "tocara".
Vuestras oraciones han convencido a Dios, le han llegado a su gran corazón, y Él ha correspondido a su estilo, con una enooorme generosidad, regalándonos una inmensa felicidad. pero ahora os pido que sigáis rezando, por esta tierra hermana, por sus gentes, por su efecto en la vida de estos dos diáconos y para que muchas personas se animen (u os animéis) a participar como voluntarios en los muchos proyectos que se están realizando (y pudieran realizarse), para el progreso y desarrollo de la vida en estas aldeas. Es impresionante todo lo que se puede hacer, con tan poco. Permitidme una última anécdota.
Cuando vine este domingo por la noche a la misión de Logroño, nos estaban esperando tres ancianos de la aldea. Habían atado un cabrito a la puerta de la casa. Decían que era un sencillo regalo como agradecimiento por la presencia y acción de los misioneros españoles en su tierra. Emocionados explicaban que si tenían pozos en la aldea, o luz en algunas casas, o farolas, o escuelas o dispensarios, era por la ayuda de los misioneros. Por eso, un cabritillo no era nada en comparación con todo lo que sus corazones querían agradecer. Y tanto es así que aunque ellos o sus hijos murieran, los hijos de sus hijos, y sus hijos, seguirían recordando lo que las manos y los corazones de los misioneros hicieron por ellos. Teníais que haber visto los lagrimones de aquel emocionado sacerdote que me iba traduciendo del baribá.
Bueno, no os entretengo más. Insisto cada día en la misma petición a Dios, que os bendiga a todos los que recibís este correo y a vuestras familias, que bendiga vuestros proyectos y os conceda ser testimonios de fe, de esperanza y de caridad fraterna. A mí ya me ha bendecido desde que os tengo en mi vida. Un fuerte abrazo para todos, sin excepción.
Hasta pronto, o como decimos aquí, "M cuasia" (suena: um cuasiá). Con inmenso cariño de este desastre,


Jano (con "j")